«HISTORIA DE NAVIDAD: EL DÍA QUE SANTA CLAUS ENCONTRÓ SU FINAL EN EL ESTADIO»

LA MUERTE DE SANTA CLAUS

Por Miguel Ángel Chinchilla

Tremenda trifulca se armó en las graderías populares del estadio: las barras contrarias, cada una vociferando sus consignas, se enfrentaron rabiosas, mentándose la madre y queriendo sacarse la fresa con lo que cada quien tenía a la mano.

Era el primitivismo supino, una bestialidad que disfrutaban más que el propio partido que acababa de concluir. La policía intervino rociando gas pimienta y repartiendo garrotazos con sus macanas a diestra y siniestra, pero aquella canalla, como un monstruo desatado, más se enardecía con la intervención de los cuilios, protegidos con sus cascos y escudos antimotines.

De pronto, se escuchó la detonación de un disparo y el cuerpo enorme y flácido del gordo Santa Claus rodó graderías abajo, ante la mirada atónita de aquellos energúmenos que, tal parecía, estaban esperando un desenlace con semejante colofón.

En ese instante aparecieron los camilleros socorristas, mientras los policías desenfundaban sus armas al escuchar las voces de la turba acusándolos de haber disparado contra Santa Claus. Un par de balazos al aire fueron suficientes para dispersar a la gente que, a pesar de la euforia, huyó despavorida.

Santa Claus pesaba alrededor de trescientas cincuenta libras y era uno de los animadores más bullangueros de su barra. Bebía cerveza como Pantagruel, y todo el partido se lo pasaba engullendo hot dogs, tortillas con carne de chucho y cualquier comida chatarra de la que venden en el estadio.

Tenía un pick-up con el que hacía viajes al mercado central, adornado con calcomanías del Barza y fotos de Ronaldinho. Le decían Santa Claus desde que, en alguna Navidad, una tienda de juguetes lo había contratado para disfrazarlo como el famoso personaje nórdico, mientras sonaba un cencerro y él se carcajeaba sin ganas: jo, jo, jo.

Sin embargo, el papel de Santa Claus no le duró mucho, ya que un 23 de diciembre lo pescaron haciendo deshonestidades a una niñita de siete años, que, sentada en las piernas del gordo, le repetía entusiasmada su lista de juguetes, mientras el obeso asqueroso le tocaba su cosita a la muchachita, creyendo que la niña no lo acusaría.

En aquella ocasión estuvo procesado judicialmente, pero, como no existían pruebas suficientes para condenarlo, el juez de la causa lo sobreseyó.

Mas lo que nadie sabía —solo yo, y ahora ustedes— es que un tío por el lado materno de aquella niña, que actualmente es una preciosa adolescente, ingresó hace años a la academia de seguridad pública y se graduó como policía. Esa tarde de la trifulca en el estadio andaba de servicio como agente de la unidad de mantenimiento del orden público. Lo cual no quiere decir que haya sido él quien disparara contra Santa Claus, ya que el resultado de la autopsia decía que la bala que ultimó al gordo no correspondía con el equipo que usan los policías. Aunque también es de tomar en cuenta que el médico forense que practicó la necropsia era primo de la cuñada de dicho agente.

Es decir, a saber entonces quién disparó contra Santa Claus. La cosa fue que lo mataron en el estadio, y parte sin novedad.